La maldición es un espíritu.
Como una plaga, no cesa de actuar, hasta que no consume a sus víctimas totalmente.
Nació en un lugar donde jamás se hubiera esperado.

El Jardín del Edén era perfecto, un verdadero paraíso. No había hambre, enfermedad, odio o cualquier tipo de mal. Ni muerte existía.

Todo era sublime, perfecto y eterno. La justicia armonizaba la comunión del Creador con la criatura y la naturaleza.

Pero…

Con la desobediencia de la criatura, se inauguró el reino del pecado en el corazón humano.

Todo y cualquier pecado, por más inofensivo que parezca, es una acción injusta.

¿Cómo el Justo Juez, cuya base del Trono es justicia y juicio, podría tolerar la injusticia? Salmo 97:2

Los injustos fueron, inmediatamente, expulsados de Su presencia.

El reino de la injusticia tomó el lugar del Reino de la justicia en el corazón humano;
El reino de las tinieblas tomó el lugar del Reino de la Luz;
El reino de Satanás tomó el lugar del Reino de Dios;
Y la maldición tomó el lugar de la bendición.

Y así ha caminado la humanidad, desde la rebeldía de los primeros padres.

El espíritu de la maldición ha pasado de padre a hijo, de generación en generación.
El pecado es una maldición.
El pecador es esclavo de la maldición.

Para ser libre, el esclavo tiene que alejarse o huir de su opresor.
Fue justamente lo que hizo Abraham.

Para librarse de los espíritus de la maldición reinantes en su tierra, en su parentela y en la casa de su padre, Abraham tuvo que abandonar todo.

Se separó de todos los que habrían podido influenciarlo en su obediencia a la Voz de Dios.
Sacrificó la vida de pecado.
Dejó la maldición para ser la propia bendición.

Y usted, ¿ha huido de la maldición del pecado?
Es imposible vivir en el pecado y ser bendecido.