Entre los 13 y los 14 años, ingresé en la delincuencia y, así, me involucré en muchos problemas. Caí preso a los 17 años, y durante ese tiempo me engañaba con la sensación de poder. Portaba diversos fusiles, había llegado a un cargo de confianza en el narcotráfico, y a los ojos humanos yo era feliz.

Pero, en realidad, en mí había un vacío que intentaba llenar con bailes, armas, motos, drogas en la delincuencia…

Mi madre sufría mucho por mi causa. Yo vivía en peligro, al punto de que ella llegara a oír que yo había muerto.

Dios me guardó en una determinada situación en la que los policías me rodearon durante un operativo y casi fui alcanzado por una bala. Ellos llegaban al barrio con álbumes de fotos y nos buscaban. Así, vivía una vida de fracaso.

Otro momento que me marcó negativamente fue cuando un amigo nuestro fue baleado en la pierna, y tuve que cargarlo hasta su familia en el medio del operativo.

Intentaba llenarme con toda aquella ostentación, pero fui frustrado. Las consecuencias de esa vida no parecían mayores que el placer momentáneo que teníamos.

Fui a ese mundo por ser influenciado por el ejemplo de mi hermano, que también estaba involucrado con la delincuencia y, aparentemente, tenía todo lo que quería. Yo solo veía lo que él tenía, pero no veía las consecuencias que aquella vida podía proporcionar.

Cuando caí preso, sufrí una angustia muy grande. Solo lloraba. Hasta que a los 18 años Le entregué mi vida a Jesús y fui transformado, y hoy estoy en la fe sirviendo a Dios.