Cuando el Señor Jesús le dijo al joven rico que vendiera sus posesiones, diera a los pobres, tomara su cruz y lo siguiera (Mateo 19:16-30), sabía que el joven no lo haría. Pero, al ejemplificar esta situación, el Maestro nos dejó una lección, porque todos tenemos riquezas, algo que reside en nuestro corazón y que no siempre está relacionado con el dinero, sino con otras cosas e incluso con personas.
El corazón tiende a apegarse a algo mundano, lo que se convierte en una amenaza para el Reino de Dios en la vida de una persona. Esto se debe a que, cuando no se presta atención ni se mantiene la fe, quien antes era guiado por Dios lo aparta del trono de su corazón y del centro de su vida, cediendo espacio y autoridad a aquello que le atrae. En los casi 50 años de la Iglesia Universal, muchas personas, por ejemplo, llegaron a la Iglesia, expresaron una fe ferviente, se entregaron a Jesús y permanecieron fieles durante mucho tiempo; pero, con el paso de los años, permitieron que las cosas, las personas o los logros afectaran su fe.
Las Sagradas Escrituras enfatizan que el Reino de Dios se conquista por la fuerza y la violencia. En otras palabras, debes negarte a ti mismo y a tus deseos para que el Señor pueda cumplir su deseo en tu vida. Y esto es algo para todos. El requisito para que un ser humano entre en el Reino de Dios es elegir al Señor Jesús como el único Salvador y colocarlo en el trono de tu corazón.
Sin embargo, como la voluntad del hombre es contraria a la de Dios, sólo a través del Nuevo Nacimiento y el bautismo con el Espíritu Santo podemos colocarnos verdaderamente en ese lugar de siervos.
En Apocalipsis 3:20 leemos: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo». En otras palabras, solo cada uno de nosotros tiene el poder de abrir las puertas de su corazón y permitir que el Señor Jesús entre y reine en nuestras vidas. De esta manera, heredaremos su Reino.
Obispo Edir Macedo