Hay un fenómeno fácilmente observable en el mundo: los seres humanos nunca están satisfechos con lo que tienen. Esto es un fenómeno porque, supuestamente, cuando una persona está insatisfecha es porque le falta algo y se supone que, cuando tenga ese “algo”, estará satisfecha. Esa es la teoría, pero en la práctica no sucede. Por ser insaciable, por mucho que tenga el ser humano, siempre estará insatisfecho y buscará algo que aún no tiene. Y esto es lo que hace que el mundo esté impulsado por la envidia, porque las personas, insatisfechas como están, siempre están mirando la vida de los demás. No importa lo que tenga fulano de tal, si lo que tiene el otro es más –o diferente–, fulano de tal también lo quiere.

Este comportamiento humano no es algo nuevo. Leemos en Éxodo 20. 17 que uno de los Diez Mandamientos es: “No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna; perteneciente a tu prójimo”.

Aunque actuar así no es nada nuevo, hablar de envidia nunca ha sido más importante. Hoy en día la gente tiene mucho más de lo que las generaciones pasadas –que en su mayoría vivían en la pobreza– soñarían tener. Entonces, ¿cómo justificar la envidia?

Concluimos que la envidia no está ligada a cuánto tiene una persona, sino a cuánto tiene la otra. Este es el mayor problema de las personas y por eso viven siempre vacías e insatisfechas. No importa cuánto tengan. El envidioso está siempre comparando, admirando y valorando lo que pertenece al otro y esto lo vuelve infeliz, amargado, entregado a un sentimiento diabólico. Sí, diabólico, porque fue precisamente la envidia al Trono de Dios la que hizo caer a Su ángel más hermoso, a pesar de que ya tenía todo lo que necesitaba y estaba justo debajo de Dios. Quería lo que Dios tenía y eso le llevó al sufrimiento eterno. Así es una persona envidiosa: aunque tiene lo que le debería bastar, quiere lo que le pertenece a la otra persona y esto le llevará a un sufrimiento sin fin. Sólo quien posee el Espíritu Santo no tiene esta pobreza espiritual y puede estar verdaderamente satisfecho, feliz, porque ya posee el mayor tesoro posible: la Presencia de Dios.

Obispo Renato Cardoso