En 1912, el RMS Titanic, entonces el barco más lujoso de la historia, estaba listo para emprender su viaje inaugural. En aquel entonces, se hizo famosa una cita de alguien que participó en su construcción: «Ni Dios puede hundir el Titanic». Apenas unos días después de zarpar, chocó con un iceberg, se hundió y causó la muerte de más de 1500 personas. Fue un desastre histórico que conmocionó al mundo.
No creo que Dios hundiera el Titanic, pero esta historia ilustra la insensatez del orgullo humano al creernos superiores a nuestro Creador. Exaltarnos suele llevarnos a la ruina, como se describe en Proverbios 16:18: «Antes del quebrantamiento va la soberbia, y antes de la caída, la altivez de espíritu».
Desafortunadamente, los seres humanos no aprenden de los hechos históricos. Si lo hicieran, serían más humildes. Sin embargo, los orgullosos pueden, por un tiempo, parecer ilesos o victoriosos e inflar su ego, pero tarde o temprano, serán aplastados por su arrogancia. Y recuerda: cuanto mayor es el orgullo, mayor es la destrucción de quienes lo cargan.
El orgullo corre por nuestras venas; es un pecado que todos practicamos —algunos más que otros— y la única forma de combatirlo es reconocerlo. Si lo hacemos, nos volvemos más atentos y conscientes de a qué nos puede llevar y, por lo tanto, buscamos el antídoto de la humildad para neutralizarlo, tal como lo hizo el Hijo Pródigo descrito en las Escrituras (vea Lucas 15:11-32). Era orgulloso, pero no estúpido. Tras su altivez, reconoció su error, se rindió y regresó a casa de su padre. Muchos se vuelven humildes después de la humillación, pero los inteligentes no esperan ser humillados. Se humillan, reconocen su error y piden perdón.
Si sufres, comprende que hay más honor en humillarte que en alzarte en el aire e intentar demostrarles a todos que tienes razón cuando, en el fondo, sabes que estás equivocado. Usa esta palabra para neutralizar el veneno mortal de la arrogancia.
Obispo Renato Cardoso