El pecado no es una prohibición divina, sino un sabio consejo suyo para evitarnos complicaciones y dolor. En el Texto Sagrado, la palabra pecado se refiere a «errar el blanco», lo que ocurre cuando te concentras en algo positivo, pero acierta en algo diferente y, por lo tanto, logras lo contrario de lo que deseabas.
A partir de entonces, pueden ocurrir tres cosas: la primera consecuencia del pecado es que le quita la paz a quien lo comete. Trae consigo el miedo a ser descubierto, a sufrir consecuencias negativas, y hace que la persona se sienta culpable. Esta falta de paz se extiende al cuerpo, la mente y las emociones.
La segunda cosa que el pecado arruina son las relaciones. Quienes rodean a la persona que comete pecado comienzan a darse cuenta de que algo anda mal con ella. Cuando se dan cuenta de que ha tenido mal carácter, mentiras, engaños y fracasos, todo empeora y la persona que pecó comienza a causar problemas, discusiones, peleas y herir sentimientos.
La muerte es la tercera consecuencia del pecado. En Santiago 1:14 está escrito que cada uno es tentado, atraído y engañado por su propia concupiscencia. En otras palabras, nuestros deseos nos engañan porque nos hacen creer que lo que deseamos nos traerá beneficios, pero esto no es cierto. En el versículo 15 leemos: «Entonces la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte».
El pecado mata de la misma manera que una enfermedad contagiosa mata a su víctima. Al igual que en un videojuego, donde cuanto más avanzas, más difícil se vuelve progresar, así es como actúa el pecado en tu vida: cuanto más avanzas con él, más complicada se vuelve tu situación y más te acercas a la muerte.
Así que, el consejo de Dios es que no cometamos errores. Pero si ya has cometido un error, reconoce tu pecado, arrepiéntete y apártate de él. Pídele a Dios el don del arrepentimiento y el Espíritu Santo, quienes te darán la fuerza para controlar tus inclinaciones y vencer el pecado.
Obispo Renato Cardoso