Aunque haya asuntos difíciles de abordar, nunca deben ser evitados, puesto que la eternidad se acerca a nosotros a pasos agigantados.

Entonces, si vivimos los días finales, necesitamos cuidarnos de los peligros que este tiempo trae.

Para mí, dos factores caracterizan los últimos días: el enfriamiento de la fe y la sed de gloria, situaciones muy comunes en los cristianos de nuestra época.

Quiero centrarme hoy en el asunto “sed de gloria”, y en una próxima oportunidad hablo de la escasez de la fe genuina.

Vivimos días en que los siervos no se contentan en apenas con servir, sino que  quieren ser recompensados con el reconocimiento de haber actuado en favor del Reino de Dios. Hay quien haga algo en la Obra visando apenas tener su nombre engrandecido, para así, disfrutar de una buena reputación y de beneficios por su servicio.

Con ello surge una generación intoxicada por el deseo de compensaciones, reconocimientos, aplausos y adulaciones. Podemos decir que éste ha sido el vicio evangélico. Y no subestime el poder de dependencia de estos artificios, porque es mucho mayor que el de las drogas ilícitas, como la cocaína.

En ese mercado de la vanidad religiosa hay los que corrompen y los que son corrompidos. Es decir, tenemos por un lado los comerciantes y por otro, los compradores de gloria. Aquellos que están dispuestos a atribuir gloria al hombre y otros que están ávidos por tenerla. Por eso se oyen exaltaciones que son verdaderos disparates, como: “Fulano es el más grande…”, “Beltrano es el mejor…; “Aquí nunca hubo alguien como tú…”. Sepa que ambas clases, quien da ese tipo de alabanza o quien recibe, trillan el camino del autoengaño y de la destruición.

Esto sucede porque nuestra naturaleza fácilmente se olvida que por mejor que sean los hombres, ellos no pasan de vasos de barro. Si hay gran capacidad intelectual, autoridad, buena condición financiera o cualquier otro don, su fuente no es terrena. Todas las virtudes vinieron del Altísimo, por lo tanto, si el reino, el poder, la vida, la sabiduría… en fin, si todo es de Dios, solo a Él pertenece la gloria.
El salmista entendió eso al decir: “No a nosotros, SEÑOR, no a nosotros, pero a tu Nombre da gloria…” (Sl 115:1)

El Todopoderoso comparte todo con el hombre, como Su amor, Su justicia, Su hijo, Su Espíritu y tantos otros privilegios. Pero hay algo que Él es extremadamente celoso: Su gloria. Esta, el Altísimo no comparte con quien sea.

No quiera competir con Dios, haga con que toda la vida, talentos y obras, redunden la alabanza para Él. Y, si alguien lo elogia por algo bueno que haya hecho, diga que cualquier virtud que hay en usted, vino de lo Alto. De esa forma, usted devuelve toda gloria a Quien de hecho pertenece y merece todo el honor por ello.

Porque todo lo que hay en mí y en usted que pueda ser admirado, vino del Dios incomparable, infinito y perfecto. A Él, por Él y para Él son todas las cosas. ¡Jamás caiga en la trampa de pensar que usted es el máximo, pues, siento decir que no lo es! Después de todo, podemos conjugar todos juntos ese verbo, porque ante de la majestad, grandeza y omnipotencia Divina, nosotros somos insignificantes.

¡No alimente el mercado de la vanidad humana!