“Así dijo el SEÑOR: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que Yo soy el SEÑOR, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice el SEÑOR” (Jeremías 9:23-24).
Nadie es algo en este mundo. La criatura humana solo puede considerarse algo si conoce al Señor. Para eso es necesario ser humilde o estar humillado. El conocimiento del Señor es lo único que justifica la gloria humana. El resto no importa y con el tiempo desaparece.
No es sabio trillar el camino del orgullo, bajo la pena de terminar en la calle de la amargura. Aprender tal lección constituye un enorme desafío que, a causa de la naturaleza humana, cada uno tiene que aprender solo.
La única manera de que el ser humano reconozca el máximo de su insignificancia es cuando está en aprietos. En ese caso, todos llegan rápido al fondo del pozo de la humillación y la vergüenza. Siendo así, no queda alternativa sino la de rendirse a la humildad.
Al contrario de lo que se piensa, Dios no es responsable por nuestras desventuras, sino que nosotros mismos cosechamos los frutos que sembramos. Es verdad que Él ha permitido que lleguemos al fondo del pozo. Es que la compasión Divina ha dejado que nuestra naturaleza nos enseñe el camino de la humildad, ya que, a causa del orgullo, no le prestamos atención a Su Palabra.
La humillación de los sufrimientos dirige al alma a la humildad y, consecuentemente, a la honra. Eso si recurrimos al Creador. Un hombre de suerte reconoció su sufrimiento como la puerta de entrada de la salvación y confesó: “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda Tus estatutos.” (Salmos 119:71)
Sea humilde para reconocer a Dios.
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(*) Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo