Este año, el mundo alcanzó la marca de 8 mil millones de habitantes. Son personas que viven en diferentes países, tienen las más diferentes culturas y tienen características individuales, pero tienen algo en común: son criaturas diseñadas por Dios.

Aunque muchos tratan los términos criatura e hijo como similares, hay una gran diferencia entre ellos.

Mientras que la criatura es definida por el diccionario como “una persona o cosa que resulta de un acto de creación”, el hijo es “un descendiente”, lleva consigo el ADN de los padres, es decir, su herencia genética, física y hasta de comportamientos.

En el libro de Génesis, la Biblia informa que Dios creó a Adán a Su imagen y semejanza, con la capacidad de reproducirse y generar otros humanos con las características que él recibió. “Sin embargo, al pecar, perdió esta perfección y comenzó a generar seres humanos según la naturaleza pecaminosa. Los hijos de Adán y Eva, entonces, ya no tenían la semejanza de Dios, como en el principio, sino la de sus padres”, explica el obispo Edir Macedo en el libro Ministerio del Espíritu Santo.

Con eso, empezó a destacarse lo malo y lo pecaminoso, dejando de lado la comunión con Dios, al punto que el hombre perdió la esencia de su Creador. Así, es claro que, aunque todos son criaturas de Dios, no todos son sus hijos. Así como para ser hijo de alguien hay que nacer de esa persona, “para ser Hijo de Dios hay que nacer de Dios.

De criatura a Hijo

El Señor Jesús es descrito en la Biblia como el Hijo unigénito de Dios, es decir, Su único Hijo, pero, al venir a la Tierra en forma humana y sacrificar Su vida en el Calvario, dio a todos la oportunidad de también convertirse en Hijos de Dios, como se describe en Juan 1:11-12: “A los suyos vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre.”

Creer en el Señor Jesús no es sólo decir que Él fue enviado por Dios a la Tierra para librar al hombre del pecado y salvar su alma, sino que es algo que se materializa en la vida cotidiana a través de la obediencia a la Palabra de Dios. En ella, Jesús revela el paso a paso para ser considerado Hijo legítimo del Altísimo y, en ese trayecto, está el Nuevo Nacimiento.

En una conversación con Nicodemo, un fariseo que dominaba la Ley, el Señor Jesús dejó claro que para entrar en el Reino de los Cielos era necesario nacer de nuevo. Con su mente humana, Nicodemo cuestionó: “… ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Podrá entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?” Jesús respondió: “De cierto, de cierto os digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:4-5).

Cuando una persona entra en contacto con la Palabra de Dios, se le abre un mundo nuevo: el espiritual. Ella cree en esta Palabra, manifiesta su fe y comprende la importancia de ser bautizada en las aguas y priorizar la recepción del Espíritu Santo, dejando de ser una criatura de Dios para convertirse en su heredera, no solo aquí en la Tierra, sino pot toda la Eternidad. Esa persona cambia tu interior, tu naturaleza. Su ADN, espiritualmente hablando, cambia. Físicamente sigue siendo hija de sus padres, pero su alma y espíritu han sido transformados. Ella tiene el ADN del Padre.

Ser hijo no es ser religioso

Desafortunadamente, muchos llevan años en la iglesia y aún no han tenido esta transformación promovida por el propio Dios. Son personas que no han entendido la grandeza de lo que propone el Señor Jesús y siguen con la mirada puesta en lo que consideran importante sólo para la vida terrenal, como la restauración del matrimonio, la regeneración del hijo o la prosperidad. Ellas ven la iglesia como un lugar para resolver problemas y no entienden que el mayor problema es que aún no se han convertido en Hijas de Dios.

Y los signos de esta actitud son claros, después de todo, los que no son nacidos de Dios siguen mostrando características propias de su naturaleza humana y carnal, como prostituirse, albergar agravios, adulterio, mentir, etc. Esta era la situación en la que se encontraban los fariseos religiosos en el tiempo de Jesús. Llenos de conocimientos, de leyes y hasta sus vestimentas que los diferenciaban, se consideraban hijos de Abraham, pero estaban tan alejados de Dios que fueron llamados “hijos del diablo” por el mismo Señor Jesús (Juan 8,44).

En cambio, un pecador como Zaqueo, jefe de los publicanos, llamó su atención por su sinceridad y sed de cambio de vida. No sólo se subió a un árbol para verlo, sino que también lo recibió con alegría y decidió redimirse de todo el mal que había hecho, ante lo cual Jesús le dijo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa, porque también este es hijo. de Abraham.” (Lc 19,9).

Ser Hijo de Dios no es tener conocimientos bíblicos, asistir a una iglesia, conocer historias bíblicas, ni simplemente tener buenos principios morales y buen carácter. Así como se toma a un niño y se ven en él los rasgos de sus padres, ser Hija de Dios significa también tener en nosotros su imagen y semejanza. En todos los sentidos, somos una extensión de Dios en esta Tierra.

Derechos y Deberes

Como Hijos, tenemos el deber y el placer de honrar al Padre y esto sucede a través de nuestras actitudes y nuestros pensamientos. Los que nacen de nuevo reciben, además del pasaporte a la vida eterna, la capacidad de usar su vida y sus talentos en este mundo para glorificar a su Señor. Los nacidos de nuevo conocen la razón de su existencia, que es honrar a Dios, sirviéndole con sus dones.Después de todo, al recibir el Espíritu Santo, es como si el hombre recibiera la mente de Dios, comenzando, entonces, a ser guiado y consolado por Él, como le fue prometido y está descrito en Juan 14.26: “Pero aquel Consolador, el Santo Espíritu, que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho”.