La memoria es algo tan maravilloso que no debería desperdiciarse en recuerdos inútiles, ¿verdad? Ya que ella es económica y programada para no guardarlo todo, necesitamos a diario separar lo banal de lo importante, para construir nuestros recuerdos.

Recuerdo bien los días de preescolar y la dificultad de aprender a hacer la letra “g”. Pero, la sonrisa viene fácil con solo recordar la satisfacción de haberlo logrado.

Me sentí como una mujer maravilla cuando memoricé todas las tablas de multiplicar y ya no me equivoqué en 9 x 7 u 8 x 8, por ejemplo.

¡Qué buenos son los recuerdos del primer beso con el esposo, el primer maestro, el primer trabajo!

Estos recuerdos se fijan en nuestro cerebro.

Pero otros acaban con nuestro heroísmo mental. Por ejemplo, cuál es la contraseña del correo electrónico, el número de teléfono, dónde pusiste la llave, el nombre de la persona que acabas de conocer…

Nos humillamos cuando ni siquiera recordamos lo que comimos ayer.

¿Y por que esto es así?

Decidimos casi automáticamente qué es significativo y qué no. Elegimos decirle a nuestra mente que ciertas cosas son habituales y rutinarias, por lo que no necesitamos guardarlas.

Sin darnos cuenta, en el montón de lo que no importa, entro el último beso del hijo, el nuevo aprendizaje, el rol actual, las personas que hoy nos enseñan…

Y creamos la maldita ingratitud en nuestra memoria.

Entonces, necesitamos aprender a resignificar nuestros viejos recuerdos, pero también conservar los nuevos recuerdos de las cosas buenas que hemos vivido hoy.