Cuando aún era una niña, oí hablar de Jesús, que Él estaba siempre presente, incluso cuando nadie más estaba. Él me fue presentado como verdadero Amigo, que nunca me decepcionaría. Y, por mucho tiempo, fue así que Lo vi, como mi Amigo.

En los momentos de dolor, era Él en Quien yo pensaba, era con Él con Quien yo hablaba, y Él era Quien me consolaba. Jesús siempre fue mi mejor Amigo hasta el día en que yo, finalmente, entendí el porqué de Su amistad.

Así es, Su amistad tiene una razón y no es solo para los momentos difíciles.

Las personas tratan a Jesús como si Él existiese solo para servirlas. Su amistad sirve para cuando se la necesita. Una vez que cumple su papel, inmediatamente se olvidan, piensan en otros temas, le dan más valor a las demás personas, y Él queda solo con aquella tarjeta de agradecimiento prefabricada.

No fue para eso que Él entregó Su vida por nosotros, para ser simplemente un Amigo. Su amistad es para conquistar no solo nuestra gratitud, sino nuestra vida por entero.

Cuando yo, finalmente, entendí lo que Él quería de mí, no lo pensé dos veces, me entregué de cuerpo, alma y espíritu. No solo por un tiempo o con ciertos límites – yo creí y me lancé por entero.

Y Jesús Se casó conmigo aquel día. Él Se tornó mi Marido y me dio el derecho de tener a Su Padre, el Dios Padre, como mi Padre también. Y pasé a formar parte de Su familia, que tiene la mayor herencia que a todo hombre o mujer le gustaría tener: la vida eterna. Y, como garantía de todo eso, Él me dio Su Espíritu.

Mientras que Él no viene a llevarme a esa morada eterna, es Su Espíritu Quien me guía, me guarda, me protege, me enseña, me exhorta, me calma, me cuida y me ama.

Es por eso que soy feliz, y todo y todos los que vienen contra mí no me abaten. Yo soy Su protegida, soy Su Iglesia.

En la fe.