“Entre los cinco y seis años comenzó mi sufrimiento. Un vecino abusó de mí y me amenazó de que mataría a mis padres, callé por mucho tiempo. Desde ese momento, tenía miedo a las caricias de cualquier persona. A los doce años murió mi papá y mi vida se derrumbó. El odio comenzó a crecer y los miedos aumentaron. Mi adolescencia fue un desastre: no era feliz, me sentía vacía, inservible, no tenía autoestima. Muchas veces, pensaba en quitarme la vida pero no lo conseguía. Me decía a mí misma que era una cobarde porque no me podía matar. Comencé a salir todos los días que podía. Me emborrachaba y no me importaba nada. En lo sentimental, no me importaba con quién andaba, me daba igual porque no quería a nadie. Luego de un tiempo, conocí a una persona con la cual tuve dos niños. De él solo obtuve maltratos físicos y psicológicos. Me hacía sentir una basura y algo inservible. Cuando me separé, me dijo: “Ojalá vos y tus dos hijos se mueran.” Dolieron mucho esas palabras. Estuve un año y medio sola. Tiempo después, conocí a mi actual esposo y sentí que todo podía cambiar. Salí con él durante un año. Pero me mentía mucho y, aun así, yo seguía con él. Como era muy bueno conmigo y me hacía sentir bien, yo lo perdonaba. Formamos una familia y quedé embarazada. Luego de un año tuve un problema familiar y, a raíz de eso, comencé con ataques de pánico, miedos, insomnio, depresión y no tenía ganas de vivir. Me medicaron con rivotril y otros calmantes. Gracias a una invitación llegué a la Universal cuando estaba la Campaña de Israel. Cuando subí al Altar me dije: “Es todo o nada”. Quería a mi marido firme y que, ambos, recibamos eso de lo que todos tanto hablaban: El Espíritu Santo. Dios no tardó en responder. Mi marido recibió el Espíritu Santo y también yo. Solo Dios pudo hacer que me pagaran lo que estaba perdido desde hacía tiempo. Conquistamos una camioneta, un auto y estamos abriendo un microemprendimiento.”
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