Nada más justo en esta vida que cosechar el fruto de nuestras propias elecciones, ¿no es así?

Fue precisamente eso lo que sucedió con Rebeca y Jacob al hacer esa maniobra para engañar a Isaac para recibir la bendición. Vale decir que ese engaño no necesitaba haber ocurrido, porque Dios ya había dado el privilegio de la primogenitura a Jacob antes mismo de nacer.

El Todopoderoso no fue arbitrario en Su elección, y mucho menos mostró ser adepto a favoritismo. Pero, al elegir a Jacob en lugar de Esaú, lo hizo por su naturaleza precavida. Así, Él decidió no dar una posición de honor a quien era impuro y despreciaba lo que era santo.

Entonces, Jacob tenía la bendición, sin embargo, a causa de la falta de confianza y dependencia de Dios en aquel momento específico, junto con ella vino una cosecha nada agradable.

Fueron frutos amargados para la madre, que nunca más iba a ver el hijo, y para el hijo que, además de sentir el dolor de la separación brusca de la familia, aún tuvo que arcar con la culpa y el miedo a la venganza del hermano.

Al huir de casa hacia la familia de su madre, Jacob tuvo aquella noche fría el cielo como su techo y una piedra como su almohada. En esta condición dolorosa, el Todopoderoso fue a su encuentro. Su presentación nos revela que Él era Dios sólo de Abraham y de Isaac, no de Jacob. Eso era para el patriarca quedarse perplejo, pues, viviendo en aquel estado, todavía tenía contra sí la tristeza de no haberse rendido al Altísimo y hecho de Él su Aliado.

Pero aquel momento debía ser aprovechado, pues el cielo estaba abierto a Jacob. A través de una visión sorprendente de una escalera que ligaba tierra y cielo, el patriarca vio ángeles bajando y subiendo. Además, vino la poderosa Voz de Dios confirmando la bendición de Isaac y destacando que Jacob era el heredero de la Alianza de Él con Abraham.

La cama dura, el cuerpo cansado, el miedo de estar amenazado y solo eran pequeños fragmentos de una historia que estaría sólo empezando.

Así, Jacob dio inicio a su caminata con el Altísimo – aunque con reservas – porque el patriarca no se entregó totalmente. La prueba de ello fue que, incluso después de haber tenido la visión arrebatadora y oído el compromiso del Eterno en hacer cosas tan grandes, al despertarse, ya estaba hablando “Si Dios está conmigo (…)” (Gn. 28: 13-22). ¿Cómo es? Él acababa de decir: “Y he aquí que estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que vayas…” Todo lo que Jacob pidió, como protección, providencia, numerosa descendencia y retorno a la tierra de sus padres, El Soberano, por adelantado, ya había garantizado que lo haría. Entonces, le bastaba  sacrificar su aceite sobre la piedra, trabajar y confiar en aquella Palabra.

Al final, las promesas humanas se rompen y se olvidan, pero las Promesas de Dios nunca.

La desconfianza del patriarca dejaba evidente que le faltaba el cambio de su interior, es decir, la transformación radical de su naturaleza.

Finalizo con la siguiente reflexión: no tiene nada más fortalecedor que cuando estamos solos en los desiertos de la vida y tener la compañía del Altísimo y la garantía de que Él es nuestro Aliado. En Alianza con Él, podemos reposar en la certeza de que jamás seremos abandonados o destruidos.

En el próximo post, voy a hablar sobre la vida de Jacob en su nueva tierra. Un nuevo personaje entra en la vida del patriarca. Aguarden, porque cada uno tiene el “Labán” que merece, jeje.